Tal y como ya sabéis, durante el XII One night stand se hizo público el nombre del ganador del III Concurso de relatos breves de Kritik. Durante las próximas semanas iremos colgando en este blog todos y cada uno de los relatos que se presentaron al mismo.
A continuación os ofrecemos el relato ganador: La espada celeste, escrito por Urbin.
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Erase una vez que se era, no a mucho a caballo de cualquier lugar, un pequeño reino gobernado por un fuerte rey, que arrebató cada palmo de tierra con la sangre a sus enemigos.
—¡Ay! ¡Qué injusticia! —se lamentaba el rey—. ¡Ay! ¡Qué calamidad! ¿Pues no es acaso injusto que un rey tan fuerte como yo no tenga una espada digna de su valía?
—¡Para un rey tan sabio! —exclamó el primer consejero—. ¡Para un rey tan justo! —exclamó el segundo consejero—. ¡Para un rey tan fuerte! —exclamó el tercer consejero.
—¡Que me traigan una espada! —dijo el rey—. ¡Que la hoja sea de acero y la empuñadura de plata! Que lo hagan de inmediato y sin rechistar. El resto de asuntos pueden esperar.
—¡El rey lo ha ordenado! —dijeron los consejeros.
De treinta candidatos, doce fueron ejecutados.
—¡Truhanes! ¡Farsantes! ¡Sinvergüenzas! —dijo el rey enojado—. ¡Que les corten la cabeza!
—¡Que rey tan sabio! —dijo el primer consejero—. ¡Tan justo! —dijo el segundo consejero—. ¡Tan fuerte! —dijo el tercer consejero.
De las dieciocho restantes, siete se partieron en batalla y, el resto, simplemente, no dieron la talla.
—¡Atajo de vagos y haraganes! —dijo el rey furioso—. ¿Es que nadie hará una espada digna de mi talla?
Pasaron los días mientras el rey desesperaba. Hasta que, en una noche sin luna, un mago apareció a las puertas del castillo. Sin reverencia alguna y con la clase del que se sabe por encima del destino, el mago solicitó audiencia.
—Me he enterado de vuestros pesares, excelencia. No poseo una espada digna, pero puedo ayudaros a encontrarla. Existe una piedra, un metal, una roca; hecha de la sangre del mundo, azul como el cielo, abrasadora como fuego. Puede cortar el metal como si de un pastel se tratase, lo juro, ¡lo he visto con estos ojos!
—¡Esa sí sería una espada digna de mi gran persona!
—Así sería. Pero os prevengo, fuerte rey, de que toda ganancia tiene un precio. ¡El metal está vivo! Piensa, siente, susurra. Como una presa debéis tratarlo, cazarlo, no explotarlo. El fuego lo endurece, la mente fuerte lo domina. Pagadme lo prometido y yo os revelaré el camino.
—Seréis pagado, buen mago, pero permaneceréis en mi castillo. Si tal metal existe nadie más debe saberlo. Vuestra lengua y manos serán cortadas, pues yo debo ser el único que sepa de su paradero.
—¡Que rey tan sabio! —dijo el primero—. ¡Tan justo! —dijo el segundo—. ¡Tan fuerte! —dijo el tercero.
—¡Convocad a mis vasallos! ¡Convocad a los valientes! ¡Que todo el reino se entere! Que ofrezco la mano de mi hija, al que me traiga una espada de cielo. Que no será heredero, pues un hijo mayor tengo, pero que entrará en mi familia; sea noble, clérigo o mendigo.
—¡Que rey tan sabio! —dijo el primero—. ¡Tan justo! —dijo el segundo—. ¡Tan fuerte! —dijo el tercero—. ¡El rey lo ha ordenado! —dijeron los consejeros.
El primero en llegar a palacio fue un fuerte caballero, con una enorme águila en su armadura.
—Con esta empuñadura mágica, arrojo y coraje; encerraré a la bestia para y se la traeré a vuecencia.
El segundo en llegar fue un noble joven, con un grifo en sus blasones.
—Con este anillo de fuego, doblegaré a la bestia. Así que apresuraros para la boda, pues antes de que cambie la luna, esa espada será vuestra.
El tercero en llegar fue un valiente vasallo, con una serpiente en la capa.
—Con esta pócima que aquí os traigo capturaré a vuestra espada, no hay peligro ni sombra que puedan apartarme de mi amada.
El cuarto en llegar fue un hermoso bardo, con rizos de oro y lengua de plata.
—Con esta lira que porto, adormiré a la bestia. Pues el amor de su hija es el único premio que aguardo, tal vez un beso, una mirada, y ya me sentiré pagado.
El rey estaba satisfecho, pero algo le faltaba.
—Que no digan las malas lenguas que no doy una oportunidad al vulgo. Traedme al más patán de todos los candidatos y que acompañe a los señores.
—¡Que rey tan sabio! —dijo el primero—. ¡Tan justo! —dijo el segundo—. ¡Tan fuerte! —dijo el tercero—. ¡El rey lo ha ordenado! —dijeron los consejeros.
De todos los de la fila trajeron un joven granjero, sucio de barro con el pelo grasiento. No llevaba armadura, capa ni blasones, tan solo un saco al hombro y un garrote bajo el brazo.
—¿Y tú, joven porquerizo, que es lo que traes para capturar mi espada? —dijo el rey jocoso—. ¿Acaso no tiene fondo ese saco? ¿O es ese palo mágico?
—Más de lo que sospecháis, vuecencia —dijo el joven granjero—. Pero lo que os ofrezco y me hará triunfar, es mi valentía y mi intelecto.
Los cuatro candidatos rieron, así lo hicieran los consejeros, incluso el rey contuvo una sonora carcajada.
—Tal vez no ayudes mucho, pero seguro que reiremos un rato. Así sea pues, marchad de inmediato.
Los cinco viajeros partieron hacia el este, hacia antiguas tierras. Caminaron por arena, ceniza y nieve; durante sol, luna y estrellas. Tres días más tarde llegaron a su destino, una alta montaña
escarpada, que treparon con ahínco hasta llegar a la cueva.
Alzando sus enormes alas, un dragón enorme custodiaba la entrada. No medió palabras ni preguntas, sus fauces no encerraban acertijos, cargó contra los aventureros y de una dentellada, convirtió al bardo en jirones. Mientras sangre y vísceras caían y la lira resonaba, el joven caballero del Águila se montó a la grupa de la bestia con la espada alzada.
—¡Con esta espada que porto te daré muerte, criatura! —gritaba el Águila mientras golpeaba su hoja contra la espalda de la bestia.
Aprovechando la oportunidad, el joven Grifo se adentró en la cueva. Paredes y techo estaban cubiertas de un espeso líquido azul como el cielo.
—Os lo ordeno, sucumbid ante mis fuerzas —dijo alzando el anillo—. ¡El fuego os doblegará!
Las llamas lamieron paredes y techo y el líquido se endureció como el mago había prometido.
—¡Es mío! —gritó el Grifo—. ¡Ya me alzo con la victoria!
Pero el mago también dijo, aunque nadie le escuchara, que aquel metal malvado las mentes débiles doblegaba. Así que, ni corto ni perezoso, el Grifo sacó su daga y con un diestro gesto, se seccionó la garganta.
Mientras el Grifo se desangraba, la Serpiente salió de su acecho e ingirió su poción protectora.
—El metal es mío, ya no hay duda, la mano de la princesa será mía.
La Serpiente agarró el metal y salió de la cueva. La piedra azul abrasaba, pero la Serpiente bien sabía, que el dolor valía la pena. Volvió a ver el sol y el cielo y sintió la suave brisa de la montaña, antes de que una espada lo atravesara.
—Suelta ese metal, sucio rufián —dijo el caballero del Águila atravesándolo con su acero—. ¡La princesa es mía y de nadie más!
EL caballero del Águila alzó su empuñadura mágica y el metal bailó a su son.
—¡Qué hoja tan magnífica! —dijo el Águila—. Que brillo, que ligereza, que hermosura...
Embriagado por su gloria, el caballero sintió la duda.
—¿Cortará esta espada el metal? —preguntó—. ¿Cómo cuentan las leyendas?
Describió un arco en el aire y asestó un preciso golpe. Casi sin presionar, su armadura, carne y hueso, cedieron sin sonido alguno y su brazo cayó al suelo. El caballero estalló en carcajadas.
—¡Que espada tan magnífica! ¡Qué poder! ¡Qué energía! —dijo entre risas—. Que a la princesa le den morcillas. ¡Esta espada es mía!
Poco duró su euforia, sólo el tiempo necesario para que el porquerizo lo rodeara y le diera un garrotazo. El Águila soltó la espada y se llevó la mano a la cabeza.
—Ese metal te ha enloquecido, igual que a los demás —dijo el porquerizo—. Yo soy inmune a sus poderes, tal vez porque soy fuerte de voluntad. También es posible, que mi dicha inmunidad venga porque tengo la cabeza limpia de saber vacío y de maldad.
El porquerizo se llevó una mano al bolsillo y, de él, extrajo un frasco.
—Bien pensado, puede que no sea por mi mente, si no por el brebaje, que en un momento de descuido, le cambié a la Serpiente durante el viaje.
El Águila alargó su brazo para alcanzar la espada y terminar con la cháchara, pero una abrasante llamarada terminó con la tentativa.
—También cogí este anillo llameante, no creo que al grifo le importe. Y ahora cogeré tu espada, y regresaré al castillo.
El porquerizo avanzó y la agarró de la empuñadura y, cuando el caballero se abalanzó sobre él, con los ojos nublados, el porquerizo movió la espada y el caballero cayó troceado.
Dos semanas más tarde volvía el porquerizo, con una espada envainada y un saco ensangrentado. Fue escoltado hasta el trono, donde el rey le aguardaba impaciente, la vuelta de sus héroes.
—Esto no me lo esperaba —dijo el monarca—. Que de todos los enviados, sólo tú hayas regresado. Has sido valiente y servicial, has vencido al miedo y al peligro. A pesar de que esa espada susurra, tu voluntad ha vencido. Hice una promesa y, sin rechistar, la cumpliré, como
padre y rey soberano, te entrego la mano de mi hija.
—¡Que rey tan sabio! —dijo el primero—. ¡Tan justo! —dijo el segundo—. ¡Tan fuerte! —dijo el tercero—. ¡El rey lo ha ordenado! —dijeron los consejeros.
—Lo has logrado, porquerizo. Has llegado más alto que cualquiera de tu origen —dijo el rey—. Siéntete orgulloso de tu hazaña pues te lo has ganado. Ahora, sin más dilación, enséñame mi espada.
Sin mediar una palabra, el porquerizo desenvainó la espada y la clavó dos palmos en el suelo.
La espada celeste rutilaba y, compungido de euforia, el rey se alzó del trono y se acercó hacia la hoja.
—Más, antes de que cojáis vuestra espada, tengo otro presente —dijo alzando el saco abultado.
El granjero lanzó el saco y este rodó por la alfombra, manchándola de sangre. La cabeza salió rebotada y chocó en los pies del rey, que se detuvo en el acto.
—Su hija es buen premio y disfrutaré poseyéndola —dijo el porquerizo—. Pero la puta de tu hija no vale el calvario por el que he pasado. Un reino en cambio, me parece un buen regalo.
Antes que nadie pudiera terciar palabra, el porquerizo alzó la espada y, de un solo corte certero, el rey cayó decapitado. Su cabeza cayó al suelo, junto a la que había en el saco, que no era ni Grifo, ni Serpiente, ni Águila, sino el propio hijo del rey, asesinado en secreto por la hoja
azul cielo.
El porquerizo avanzó y se sentó en el trono.
—Y ahora, traedme a mi prometida, para que pueda desposarla.
El silencio se hizo incómodo durante unos segundos, hasta que el primer consejero se adelantó, valiente.
—¡Que rey tan sabio! —dijo—. ¡Tan justo! —dijo el segundo—. ¡Tan fuerte! —dijo el tercero— . ¡El rey lo ha ordenado! —dijeron los consejeros.
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