El pasado sábado 20 durante nuestro XXIII One night stand se dio a conocer el ganador del V Concurso de relatos de Sant Jordi. En esta edición se habían presentado 13 relatos de estilos muy diversos pero el que ha recogido más votos entre el jurado popular integrado por todos los usuarios registrados en nuestro foro ha sido el relato "El ingenioso artilugio del Señor Lombardo" de Tiberio Graco.
Agradecemos su participación a todos los autores que nos han enviado sus relatos. Aquellos interesados en leerlos, podréis ir haciéndolo durante las próximas semanas en las que iremos publicándolos aquí mismo.
Esta fantástica imagen pertenece al cómic Jordi&Oslo de Joveguille al que podéis conocer mejor en su página de Facebook.
Y para empezar, qué mejor que hacerlo con el relato ganador. Con todos vosotros:
El ingenioso artilugio del señor Lombardo por Tiberio Graco
Querido hijo mío:
Si estás leyendo esto es porque ya estoy muerto. La tisis que devora mis entrañas desde hace tantos meses ya habrá terminado su funesta misión y yo no me contaré entre los vivos. Es por eso que, alcanzando el fin de mis días, he decidido desvelarte el misterio que tantos años lleva atormentándome.
Desde muy niño has sabido que tu padre fue en su día un buen relojero (magnífico, me atrevería a decir). También has sabido que en mi juventud viajé a España, y que desde entonces, sin ningún motivo aparente, me vi incapaz de fabricar ningún ingenio mecánico. Sé que debí haberte contado lo ocurrido allí hace tiempo, pero ¿cómo? ¿cómo desvelarte los horrores que todavía me producen pesadillas todas las noches?
Espero que sepas perdonarme mi debilidad al mantener tanto tiempo el secreto. Espero también que puedas perdonar mi cobardía al no poder relatarlo de palabra y tener que recurrir a un escrito. No espero que me perdones, sin embargo, por lo que hice hace tantos años en Los Oscos. Nadie debería nunca perdonar nada así. Ni si quiera a un padre.
Todo comenzó en Bristol. Treinta y cinco años había envejecido este siglo diecinueve cuando yo me encontraba allí para estudiar el trabajo de un prestigioso relojero. Entonces yo me dedicaba a recorrer Inglaterra buscando a los mejores relojeros para aprender su arte y, modestamente, ya había alcanzado una habilidad bastante aceptable. Pero yo no quería ser un buen relojero, yo quería ser el mejor relojero que jamás hubiera existido.
Estaba yo sentado en una taberna de puerto, haciendo dibujos de posibles mecanismos cuando una conversación captó mi atención. Un capitán de navío muy borracho intentaba convencer al tabernero para que aceptara un reloj como pago por su cuantiosa deuda, algo que no convencía al tabernero. El capitán insistía una y otra vez que se trataba de una joya única que él había adquirido en un lugar llamado Ribadeo, y que estaba dotado con un mecanismo capaz de impedir cualquier tipo de atraso o adelanto. Intrigado por esta frase, me hice cargo de la deuda del marino a cambio del reloj.
Durante las siguientes semanas me olvidé por completo de mi nueva adquisición, tenía otras cosas que hacer en Bristol y tampoco es que me inspirara mucha confianza el marino. Al fin y al cabo, el tal puerto de Ribadeo bien podría no existir. Pero cuando volvía casa y lo encontré en mi maleta, me dispuse a examinarlo… ¡qué maravilla! Nunca jamás había visto una obra tan maravillosamente ensamblada. Cada pequeña pieza había sido pulida con un mimo exquisito de forma que, parecería, el autor había dejado un poco de su alma en cada fragmento del reloj. Mi corazón se desbocaba por momentos, ¡el mecanismo que evitaba los atrasos y los adelantos, del que habló el marinero, era cierto! Y era lo más ingenioso que había visto en mi vida. Una voz egoísta surgió de mi interior y me dijo que sería muy fácil copiarlo y hacerlo pasar como mío. Pero más tarde decidí que tenía que conocer a ese relojero, y apropiarme de todos sus secretos. Decidí viajar a Ribadeo, dondequiera que estuviese.
Y Ribadeo resultó estar en el norte de España. Los marinos de Bristol me miraron con sorna cuando se lo pregunté, haciéndome notar mi ignorancia portuaria. No me fue nada difícil conseguir sitio en un mercante que hacía una parada en Ribadeo. Y en esta villa tampoco resultó complicado averiguar que el reloj debía haber sido realizado, sin duda alguna, por Don Francisco Antonio Lombardo, el relojero más hábil de la región. Curiosamente, yo ya había oído hablar de los Lombarderos, relojeros de varias generaciones, pero nunca me había preguntado donde vivirían.
Don Francisco resultó ser un hombre increíblemente afable y educado, que no tuvo inconveniente en hablar conmigo. Dominaba muy bien el inglés y disfrutaba hablando con un colega. Nuestra primera conversación derivó rápidamente hacia John Harrison, el héroe de los relojeros, que en su día consiguió vencer a los principales científicos del planeta gracias a su ingenio y a su habilidad. Sospecho que sacó el tema por agradarme, al conocer mi origen británico. En un momento dado, yo le dije que ya habían pasado los tiempos en los que los relojeros podían resolver problemas en los que las mejores mentes del planeta habían fracasado. Recuerdo perfectamente que los ojos se le iluminaron con una especie de malicia infantil, como la de un niño que prepara una travesura y me contestó con un escueto “a lo mejor se equivoca.” Fue entonces cuando me percaté de que Don Francisco estaba preparando algo. Desgraciadamente, no fui capaz de sonsacarle ninguno de sus secretos ni, muchísimo menos, conseguir que me aceptara como aprendiz, a pesar de que elogió muy amablemente un reloj mío cuando se lo enseñé.
Don Francisco tardó tres semanas en volver a Ribadeo (no me atreví a establecerme en Los Oscos, donde residía el relojero, por miedo a llamar demasiado la atención si al final acababa haciendo algo ilegal. Un inglés en la costa puede pasar medianamente desapercibido, en la montaña asturiana sería imposible, así que me instalé en la vecina Castropol. Durante el tiempo que tardó en volver aproveché para preguntarle a los lugareños sobre el relojero, que era bien conocido y querido por toda la villa. Las historias que me contaban parecían absolutamente disparatadas; Don Francisco, al parecer, había construido un aparato volador con el que había sido capaz de recorrer algunos metros, y su ingenio había llegado hasta el punto de inventar un caballo mecánico capaz de ir hasta la iglesia y volver él solo. No dudé en comentárselo a Don Francisco en cuanto tuve ocasión, pensando que se reiría de tales fantasías. Pero no lo hizo. De hecho confirmó los rumores, lo cual me dejó estupefacto. O Don Francisco era el mayor genio de nuestro tiempo, o un grandísimo fanfarrón. Y desde luego no parecía lo segundo.
Me dijo que, efectivamente, construyó una máquina voladora con la que consiguió recorrer unos metros. Y que, como desde niño había querido volar, aquella fue la experiencia más maravillosa de su vida aunque apunto estuvo de ser la última. Así que decidió intentarlo por otras vías. Yo pensé imaginarme a donde quería llegar y le dije que estaba de acuerdo con él en que era imposible que una máquina más pesada que el aire pudiera volar y que si el hombre algún día alcanzaba las nubes sin duda sería mediante algún tipo de globo. Don Francisco me sonrió enigmáticamente y me contestó con un confuso “las mariposas son más pesadas que el aire”.
Cuando me confirmó lo del caballo, supe que había llegado mi oportunidad. Aproveché la ocasión para suplicarle que me dejara, al menos, ver tal portento en funcionamiento. Don Francisco me miró con desconfianza, pero yo sabía que su cortesía natural le impediría negarse si yo insistía lo suficiente, ¡y vaya si lo hice!. Don Francisco se vio obligado a invitarme a su casa.
El trayecto hacia Los Oscos fue uno de los mejores viajes de mi vida. Todo el mundo debería visitar al menos una vez aquel pequeño rincón de las Españas. Los riachuelos se acercan melosamente al viajero ronroneando como un gato. Los árboles y la niebla tapan los paisajes con pudicia, como avergonzándose de su propia belleza y, sin embargo, aportándole un elemento indispensable. Este es el tipo de tierra en la que un gran hombre puede entregarse completamente a sus genialidades y, estoy seguro, no debe ser muy distinto de las tierras en las que John Harrison ideara su maravilloso cronómetro.
El caballo mecánico era, ciertamente, un portento maravilloso. No sólo caminaba imitando a la perfección el movimiento de un caballo normal, sino que incluso pifiaba, movía la cabeza y ¡si le dabas una manzana se la comía! (Don Pedro me explicó que aquello había sido un pequeño capricho suyo y que los restos de la manzana se guardaban en una caja del vientre fácilmente extraíble). El caballo funcionaba a base de cuerda y bastaba tirar de una palanca oculta en sus crines para que se dirigiera hasta la iglesia, y se detuviera allí a la espera de que otra palanca le hiciera volver. Era un proceso absolutamente mecánico, bastaría con desplazarlo unos pasos para que ya no siguiera la senda adecuada y acabara, posiblemente, estrellado contra una casa. A mi me parecía maravilloso, pero Don Francisco le quitaba importancia. En una ocasión dijo que le faltaba verdadera vida. Que sólo sería realmente útil si una mente humana pudiera dirigirlo. A mi me pareció inconcebible tanta modestia. ¿Cómo era posible que un hombre hubiera inventado algo así y no se hubiera dedicado a recorrer el mundo mostrando su ingenio? Sólo había una explicación… que ese hombre estuviera preparando algo mucho más importante.
Pero la tarde se nos echó encima y todavía no habíamos comido, así que (viendo que yo no hacía ademán de marcharme) Don Francisco se vio obligado a invitarme a comer. Sabiendo que esta podría ser mi última oportunidad de sacar algo en claro, le pregunté por el excusado (se trataba de una casa señorial, que había pertenecido a los Lombarderos desde varias generaciones y tenía algunas comodidades), y aproveché la situación para buscar su taller. Lo que encontré allí me dejó de piedra, la habitación entera estaba repleta de diagramas y dibujos de mariposas, y encima de la mesa de trabajo, una delicada mariposa metálica parecía esperar el momento de alzar el vuelo. Al principio me pareció una simple estatuilla, pero en cuando la cogí me resultó evidente que su vientre escondía el más delicado mecanismo jamás fabricado por manos humanas. Entonces lo entendí todo, “las mariposas son más pesadas que el aire”, “sólo sería realmente útil si una mente humana pudiera dirigirlo”. Seguramente esta mariposa no sería más que un prototipo, una maqueta de una mariposa mucho más grande, lo suficientemente como para poder soportar el peso de un ser humano que la dirigiera… ¡Don Francisco estaba apunto de inventar una máquina voladora!
En ese momento escuché un carraspeo y encontré detrás mía al señor Lombardero. Su cara rebosaba ira contenida, esta vez yo había llegado demasiado lejos. Volví al salón avergonzado y no pronunciamos ni una palabra más el resto de la comida. Cuando me despedí supe que acababa de arruinar toda posibilidad de aprender los secretos de Don Francisco de su propia boca. Pero no podía darme por vencido. Aquella mariposa debía ser mía, tenía que analizarla con más detalle.Así que decidí esconderme en el bosque y esperar a la noche para poder introducirme en la casa del señor Lombardero y robar la mariposa.
Entonces escuché una especie de tic tac y al darme la vuelta, la vi. La mariposa que había visto en el taller apenas horas antes, estaba ante mi revoloteando de flor en flor. Era maravillosa. Sus colores brillaban con intensidad metálica y sus movimientos imitaban a la perfección los de una mariposa real. No me extrañó que el rumor de la mariposa todavía no se hubiera extendido, ya que a un observador casual seguramente le pasaría totalmente desapercibida. A mi aquello me pareció un regalo de Dios (en realidad era de Satanás). Y sin tan si quiera pensarlo, me lancé tras la mariposa.
Ella empezó a huir de mi, pero sus pequeñas alitas no le permitían mucha velocidad y su pesado armazón metálico le impedía ser tan ágil como una mariposa normal. El aparato parecía inteligente, se mostraba totalmente aterrado y varias veces intentó despistarme colándose por huecos pequeños. Pero al final la capturé. El pequeño artefacto se resistía, y tenía mucha más fuerza de lo que podría parecer. Tuve que agarrarlo con las dos manos, y aún así el aparato me arañaba y me hacía sangre con sus patas metálicas, incluso me pareció que me mordía en su desesperación. En un momento en que casi se me escapa perdí la paciencia y, tras empujarla contra un árbol, alcancé una piedra y empecé a golpearle con toda mi fuerza. La mariposa intentó inútilmente resistirse, sus delicadas alitas se cerraban, fracasando en su intento de proteger el débil vientre.
Tarde un buen rato en recuperar mi cordura y para entonces la mariposa ya estaba totalmente destrozada. Entonces, viendo los restos de la preciosa mariposa en mi mano, comprendí por fin hasta el punto que había llegado mi locura. Con el resto de honradez que no había tenido hasta entonces, decidí volver a la casa de los Lombardos y afrontar mi delito como un hombre. Estaba dispuesto a que Don Francisco me insultara, incluso a que me pegara, yo no iba a defenderme. Pero nada podría haberme preparado para lo que vi.
La puerta estaba no estaba cerrada, sólo arrimada como es habitual en los pueblos. Y al no contestar nadie, entré. Don Francisco estaba tumbado en una extrañísima posición. Su cara mostraba un indecible horror y sus brazos y piernas, agarrotadas, se extendían en posición defensiva encima de su cuerpo. Sus brazos se cerraban encima como si fueran alas imaginarias que intentara utilizar para proteger del golpe de una roca.
Entonces lo comprendí todo. “Sólo sería realmente útil si una mente humana pudiera dirigirlo”. De alguna extraña forma, el señor Lombardo había conseguido transmitir su alma hasta el artefacto. Y yo acababa de matar al mejor relojero que jamás hubiera existido.
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