Continuamos hoy con el material de la campaña de Canción de hielo y fuego y lo hacemos con la historia del Maestre Loraine de la casa Nymri.
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Los pájaros volaban demasiado bajo. El frío antinatural hizo que los dos hombres, subidos al banco de la carreta, se arroparan en sus capas.
- Mierda, pronto lloverá. -Masculló el Maestre Loraine. Más allá del Azote y el Vaith, donde el Sangreverde se perdía en las arenas de fuego, el cielo rojizo de Poniente anunciaba una tormenta que se recordaría en Dorne durante mucho, mucho tiempo.
- ¿Le ocurre algo, señor? –Le preguntó sorprendido el conductor, que jamás había escuchado a un maestre hablar así. Aunque tan sólo había conocido a uno, el difunto Maestre Ildebrand al que Loraine iba a sustituir.
- No tendré tiempo de llegar a Lago Verde antes de que llueva.
- A nosotros, los que llevamos sangre rhoynar, nos gusta la lluvia, ¿sabe usted? –Contestó el conductor en tono desabrido.
- Sí, sí, me he informado de todo eso.
- Ah, claro, allí en la Ciudadela o como se llame deben tener ustedes de todo.
- Sí, tenemos de todo. –Se arropó más en la capa y se sumió en un mutismo tenaz. Tan sólo se le veían los ojos. El carretero le correspondió con la misma respuesta.
El cielo aguantó durante todo el atardecer. Al llegar al lago el conductor anunció con voz parca:
- Ya hemos llegado. –Respondiéndole se desgranaron las primeras gotas de lluvia.
El Maestre Loraine le puso en la mano su paga y bajó del caballo.
- Muchas gracias, eh. –Remarcó el conductor, irónico. El Maestre no contestó.
Con toda la velocidad que le pudo dar a sus cortas y robustas piernas subió por la cuesta que llevaba hasta las ruinas, medio hundidas en el lago debido a que fue, y sigue creciendo durante los años. Notaba su tupida barba helarse con el rocío nocturno.
- Mierda, mierda. Joder. –No dejaba de renegar. Las rodillas le dolían a pesar de su juventud. El viaje en carro había sido un verdadero calvario.
Las ruinas eran las más grandes que había visto en su vida. Sí, había visto otras mayores en los libros, en grabados y dibujos de primera mano. Pero eran sólo eso, reproducciones. Aquello… el silencio era el perfecto compañero de la montaña de fúnebres arcos y portaladas partidas, cascotes sin rumbo, un foso cubierto de turba y malas hierbas, restos incongruentes de tres perímetros de muralla y edificios que parecían surgidos de la pesadilla de un hombre que agonizaba, invadidos por la maleza y los árboles. Ese silencio, que rodeó al Maestre con un tacto viscoso, sólo estaba roto por la ligera lluvia y el rumor del lago cubierto de bruma, al que apenas le había prestado atención, ni intentó dársela para estar más tranquilo.
El decidido hombrecillo se metió por la puerta derruida de la torre de homenaje, una de las pocas construcciones que todavía quedaban en pie y, por lo que vio, de construcción mucho más antigua que el resto del castillo.
- Bienvenido a nuestro maravilloso y antiguo hogar, Maestre Loraine. –Le dijo la mujer que se agazapaba ante el fuego.
- No soy hombre de bromas, Lady Illara. –Hizo una breve, obligada, reverencia con la cabeza y le aguantó la mirada.
- Ni yo soy mujer de hacerlas. –Contestó ella levantándose. Era mucho más alta que él. La amalgama de ropas anchas, propia de la gente del desierto, la cubría por completo, pero no apagaba su ardiente mirada.- Sé que es usted un hombre tenaz y trabajador, por eso me ocupé personalmente de que fuera nuestro Maestre. Mi informante en la Ciudadela me confirmó que nos ayudaría con… nuestro pequeño problema.
El Maestre Loraine contestó en silencio.
- Ve, eso ya me gusta de usted. Otro habría adulado un poco, o contestado con un “Oh, muchas gracias, Lady Illara”. Pero no, un asentimiento silencioso, nada más. Tampoco es necesario. -Se le fue acercando poco a poco.- Ya me imagino la escena, el joven y prometedor Maestre, desconocido pero tan valioso como doscientos hombres armados, deseoso de demostrar su valía y servir a un gran señor, cuando le dijeron que iba a ser destinado a una casa que vivía en las orillas del Sangreverde, sé que hubiera preferido servir en la casa Allyrion, o esos cursis de los Vaith de Dunas Rojas…
- Un momento, un momento Lady Illara. –La frenó con la mano. Ella le lanzó una mirada entre curiosa y divertida, pero con un fondo lleno de dureza.- Tiene usted toda la razón. ¿Para qué le diré que no? He estado toda mi maldita vida estudiando en esa cloaca de sabiduría. Toda mi maldita y desgraciada vida, siendo el cuarto hijo de una familia noble que no conocen más allá de dos kilómetros a la redonda de su castillo no tuve ninguna elección. Así que he perdido mi infancia y mi adolescencia dejándome los ojos entre velas y papel. He llegado a odiar con toda mi alma su tacto áspero, el olor de la cera quemada y esto. –Levantó la mano con las palmas hacia Illara, las tenía negras, cubiertas de tinta que jamás se borraría.- Pero, ¿sabe qué?, al final le he cogido el gusto. –Torció una sonrisa.- Y cuando comprendí que esos mismos libros, que esas mismas palabras y grabados, podían darme todo aquello que me fue negado por mi nacimiento, fue entonces cuando los amé con pasión. Por eso, Lady Illara, no me recrimine que hubiera preferido, sí, vivir en Dunas Rojas, o en Godsgrace, sirviendo a Lady Delonne Allyrion. Maldita sea, incluso podría servir en Tor, con los Jordayne, o con los poderosos Yronwood. Por eso tengo esto. –Señaló las cuentas que ataban su cuello, entre las que destacaban la de acero valyrio y la de cobre.- Pero no se equivoque, mi señora, -Era la primera vez que pronunciaba el tratamiento, y en su voz había respeto pero no servidumbre, un respeto que lo ponía al mismo nivel que la mujer.-no se equivoque. He sido elegido para servir a los Nymri, toda mi vida. Y daré hasta la última gota de mi sangre para servirla y defenderla.
Illara dio un paso más y se puso frente a frente del hombre. Le sacaba más de una cabeza, pero el hombre era un bloque de músculo y tenacidad. El Maestre pudo olerla y aquello le chocó más que el brillo oscuro de sus ojos, la mujer olía a arena y bosque, a cielo y agua, era perfume, sí, pero un perfume desconocido, natural y sobre todo, salvaje.
- Muy bien, entonces, pongamos manos a la obra. Si llueve más fuerte y, como me temo, se desata la tormenta, perderemos la oportunidad de recuperar todo lo que queremos recuperar. –Dijo ella.
El Maestre asintió en silencio y empezó a dejar en el suelo el saco que llevaba, lleno de todo tipo de utensilios de escritura y de recuperación de textos: Brea y cera, papel, tinta, barnices hechos con grasa animal y una cola a base de hierbas, y muchas otras cosas extrañas.
- Ah, una cosa más, Maestre.
- ¿Sí, mi señora?
- Cuide su lenguaje, hágame el favor.
El Maestre soltó una carcajada y ambos empezaron a reír. Sus risas subieron por encima del rumor fúnebre del lago, cuya bruma empezaba a cubrir las ruinas, subieron por encima de la lluvia y por encima de aquel presagio desconocido, inminente, que se cernía sobre ellos.
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