Una nueva entrega de un relato escrito para el III concurso de relatos breves de Sant Jordi. En esta ocasión se trata de No muerta, escrito por Artedil.
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Cayó la noche y una espesa niebla empezó a cubrir el cementerio. El ayudante del sepulturero estaba terminando de cavar una nueva fosa para que al día siguiente se pudiera realizar el correspondiente entierro. En uno de los instantes que levantó la cabeza para tomar algo de aire antes de proseguir con el duro esfuerzo de clavar la pala en el suelo congelado vislumbró una tenue luz que oscilaba unos cuantos metros más allá. Sorprendido por ese descubrimiento, lo primero que hizo fue ocultarse dentro de la tumba, ya que pensó que se trataba de ladrones de cadáveres. Aguardó algunos segundos, tratando de oír algún sonido que le ayudará a discernir hacia donde se dirigían. Nada, ni el menor soplo de aire. Alzando un poco la cabeza intentó ver si la luz seguía en el mismo lugar. Efectivamente, ahí estaba, sin desplazarse. Su curiosidad venció al temor y poco a poco se levantó, haciendo el menor ruido posible. A medida que se acercaba la intensidad de la luz crecía y pudo discernir que provenía de detrás de una gran lápida. Alguien o algo estaba al otro lado. De repente una figura se levantó quedando a la vista del joven. Se trataba de una mujer. O más bien, lo que quedaba de ella. Un caro y elegante vestido, gastado y raido por el paso del tiempo, envolvía su piel, una pálida piel que no cubría completamente su cuerpo, dejando a la vista, en algunos lugares, los frágiles huesos que la sostenían. Su rubio pelo era quebradizo, poco más que paja seca. Y sus ojos. ¡Qué ojos! Sus ojos no eran ojos, eran dos pozos de profunda oscuridad, de absoluta negrura, magnéticos, absorbentes. Hipnotizado ante tal presencia, no hubo más reacción que la paralización completa de todo el cuerpo. Ninguna palabra pudo pronunciar mientras ella se alejaba lentamente y desaparecía entre la niebla. Ningún movimiento se produjo durante largo tiempo después de que se hubiera marchado, aunque se podría haber dicho que el tiempo se había detenido. Al fin reaccionó, y su impulso no fue otro que el de correr, pero entre sus pensamientos no estaba la idea de huir, no era ese su objetivo. Se lanzó a la carrera tras la aparición, dejando atrás el cementerio, internándose en el bosque. Su corazón palpitaba desbocado. Su mente estaba saturada por esa mirada.
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La fuerza que desprendía ese lugar la hacía regresar cada cierto tiempo. Era allí donde la otra parte de su vida descansaba. Si hubiese podido llorar, no sabía si lo hubiera hecho, ya que por muy honda que fuera su añoranza, demasiadas estaciones habían transcurrido desde entonces. Acarició las gastadas letras de la lápida y se levantó para marcharse. Entonces una mirada ajena la sorprendió. Nunca en todas esas veces se había cruzado con otro ser en el cementerio. Un hombre bastante joven, o eso creía, pues ya no estaba segura de cómo afectaba el paso de los años, la contemplaba asombrado, estupefacto, a través de unos claros ojos. Su rostro era carnoso, algo pálido a pesar de la suciedad que mostraba y su cuerpo algo más bajo que el de ella. Pero su corazón… ¡un corazón latiente! ¡Y a qué ritmo! Una máquina perfecta de bombear sangre, de llevar vida al resto del organismo. Turbada por haber percibido ese palpitar descarriado, dio media vuelta y se alejó del lugar, internándose en la espesa niebla.
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Horas después estaba perdido y exhausto en un pequeño claro. Su ciega carrera le había dejado arañazos y golpes por todo el cuerpo. El silencio reinante solamente se interrumpía por su fatigosa respiración descompasada. Aturdido por el cansancio y la experiencia se sentó bajo un cercano árbol. ¿Cómo la encontraría? ¿Quién era ella? El sueño le venció. Pero ese sueño no fue plácido ni reparador.
Despertó de golpe, sin apenas recordar nada, en una reconfortante cama, bien abrigado por las gruesas colchas que lo cubrían. ¿Dónde se hallaba? ¡Ése no era su dormitorio! Aún era de noche, o eso creyó, ya que ninguna luz iluminaba la habitación. Poco a poco un leve resplandor fue enmarcando la silueta de una puerta. Cuando la intensidad que se filtraba le permitió ver el contorno de los muebles, la puerta se abrió súbitamente. Se escondió entre las colchas, sin atreverse a atisbar quien entraba. Solamente escuchó el rozar de tela contra el suelo. Al cabo de un rato escuchó cerrar de nuevo la puerta. La oscuridad volvía a reinar dentro de la estancia. Un aroma dulzón le advirtió que habían dejado algo a su lado. Tanteó lentamente la mesita situada al lado de la cabecera de la cama y encontró un pequeño tazón de madera. Se lo acercó hasta los labios resecos y tomó, con algo de miedo, un pequeño sorbo. El sabor fue mucho más amargo de lo que prometía el olor. Aun así, lo tragó. Al instante se percató que veía mucho mejor y apenas notaba el cansancio. Decidió terminarse el cuenco de un largo trago y se puso en pie. Se acercó cuidadosamente a la puerta y la entreabrió para poder observar el exterior.
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Cuando regresó al hogar donde ahora deambulaba diariamente, tuvo la sensación que debía volver atrás para localizar a ese individuo tremendamente vivo. Deshizo el camino y no muy lejos descubrió en un pequeño claro un cuerpo tumbado. No se preocupó en observarlo, el pulsar del fuerte músculo de su interior era inigualable, claramente distinguible entre un millón. Sin esfuerzo alguno trasladó el bulto hacia el interior del suntuoso lugar y lo dejó en el más cómodo de los lechos para que durmiera tranquilamente.
¿Qué iba a hacer con él? Para empezar le prepararía una reconfortante poción que le hiciera sentirse a gusto en ese lugar, algo que había aprendido la primera vez que llegó ahí. Descendió al pequeño almacén donde se hallaban depositados cientos de pequeños frascos con extrañas substancias y empezó a trastearlos, descartando algunos, tomando otros. No tardó en haber hecho una selecta elección y se dirigió a la cocina a elaborar el brebaje. Su vieja y gastada memoria aún le permitía recordar todo el proceso perfectamente, cómo trocear, cómo cocer, cómo colar, cómo sazonar. Cada ingrediente debía ser tratado con cuidado, sin equivocarse para que no perdiera sus propiedades y para ello tuvo que buscar, aparte de una amplia gama de utensilios cortantes y punzantes, el instrumento más inútil de su existencia: un medidor de tiempo. Segundos, minutos, horas… nada de eso le interesaba aparentemente.
Cuando dio por concluido el proceso nada había fallado. Había preparado suficiente para varias raciones y cogió un pulido tazón de madera para servir una de ellas. Aprovechando que tenía la temperatura ideal para ser ingerido fue hasta la habitación donde reposaba su invitado. Antes de abrir la puerta sintió otra vez los rápidos y alterados movimientos de contracción y relajación de ese maravilloso órgano. No pudo esperar a estar más cerca y entró de golpe en la cámara. Incluso amortiguado por las colchas, el repiquetear era la melodía más fabulosa de las existentes. Avasallada de nuevo por extrañas sensaciones, dejó el recipiente sobre la mesilla cercana a la cama y se retiró de nuevo.
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Un largo pasillo se mostró ante él: al frente, una pared se extendía llena de ventanales cubiertos por pesados cortinajes; a sus lados, cada ciertos pasos, había una puerta semejante a la que acababa de abrir. Nadie parecía habitar en ese lugar, todo silencio, todo quietud. Apartó los ropajes de una de las ventanas y contempló la negrura de la noche, más intensa que la que percibía ahora dentro del edificio. El destino, el azar o algún motivo desconocido le hizo girar hacia la derecha, que parecía tan buen camino como ir por la izquierda y, sintiéndose lleno de energía, avanzó decididamente. Al llegar frente a la tercera puerta, decidió comprobar que se escondía detrás. Golpeó con los nudillos y esperó una posible respuesta que no llegó. Agarró el pomo y sin ningún esfuerzo empujó hacia dentro. La habitación que encontró era idéntica a la que había descubierto al despertar. Comprobó la siguiente puerta con el mismo resultado. Al final del corredor encontró unas escaleras que le llevaban hacia arriba.
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El delgado arco de la luna se había ocultado tras una de las numerosas nubes que poblaban ese día la bóveda celeste, llevándose con ella la poca luz que podía competir con la que desprendía su cuerpo ajado. Una luminosidad que se mantenía perpetuamente a su alrededor, que parecía querer mostrarle un camino a través de las sombras, pero que a la vez no le dejaba ver más allá. Erguida en lo más alto del tejado, parecía querer desafiar la oscuridad reinante, querer imponerse a las tinieblas que la envolvían ¡cómo si fuera posible! ¿Acaso no formaba parte de ellas? Lanzó una seca carcajada al aire, un sonido espantoso que nadie más hubiera podido interpretar.
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Un estruendoso eco, un sonido de otro mundo, rebotó por el estrecho tramo por donde ahora ascendía. Había dejado atrás dos plantas exactamente iguales y ahora se encaminaba a lo que tendrían que haber sido las buhardillas, pero a diferencia del resto, aquí se había producido una peculiar destrucción: un boquete irregular de un par de metros de diámetro daba a cielo abierto. Asomó la cabeza para explorar el exterior y quedó cegado por una aparición celestial que coronaba la techumbre.
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De nuevo el poderoso retumbar de aquel corazón inundó su ser. Lentamente se giró hacia él y avanzó hasta tenerlo al alcance de la mano. La poción había resultado efectiva, sus facciones se mostraban descansadas, su cuerpo, vigoroso; su visión, impregnada de ilusión. Deseaba tanto poder sentir de nuevo, aunque fuera por un instante, que apenas podía contener aquella actitud que había sido desterrada de su esencia: la impaciencia. Gracias a él, experiencias olvidadas volverían a surgir.
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Aquella criatura de luz era lo más puro que podía existir. Había adquirido el aspecto de una bella mujer, de larga melena, de cuerpo liviano, de movimientos harmoniosos. Pero sus ojos eran totalmente inhumanos, llenos de conocimiento, poder, atracción. No pudo resistirse y se detuvo a escasos centímetros de su rostro. Era capaz de darlo todo por un único beso, un dulce beso.
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No había huido, al contrario, ahora se encontraba tan cerca que incluso su cálido aliento golpeaba la corrupta cara. Tenerlo tan próximo era irresistible. Leyó sus pensamientos a través de su mirada. Una mirada que se había producido a lo largo de la historia incontables veces. ¡No se lo podía creer! El objeto de su anhelo iba a ser suyo, se lo iba a dar por un simple beso, un triste beso.
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Al asomar el sol por el horizonte, la pequeña comunidad fue congregándose frente al cementerio. El sepulturero no tardó en llegar, abrir las puertas y dirigirse hacia el hoyo que iba a convertirse en tumba. Un súbito grito de asombro silenció los sollozos y las palabras de consuelo que se proporcionaban. Todas las miradas se posaron en el viejo hombre mientras éste no podía apartar la suya del descubrimiento que acababa de realizar: la fosa se encontraba ya ocupada. Se trataba del cuerpo de su joven ayudante que se había quedado durante esa noche anterior a terminar el trabajo. Su rostro parecía haber encontrado un éxtasis supremo pero su cuerpo distaba mucho de aquello. Cada una de las personas que se había ido acercando a su alrededor tembló al ver como había sido consumido. La piel tirante sobre los huesos, las articulaciones extrañamente dobladas y una horrible herida en el lado izquierdo de su pecho, cinco laceraciones irregulares que perforaban piel, carne y hueso, dejando un profundo vacío donde antes había palpitado un corazón.
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